Sunday, November 05, 2006

Ventana


Pedís un vino. Tinto. Ella también. Le contás el sueño sobre el hombre en el alféizar. Ella sonríe. Sonríe porque por primera vez le has revelado una intimidad. Un hecho que ella interpreta como el principio de un amor. Te relata su vida. Las infidelidades. El divorcio. La boda. Su niñez. La madre persiguiendo al hermano drogadicto. Con un cuchillo. Las cartas de amor que la madre le robó y fotocopió a escondidas.

Te vas al baño.

Al regreso observás que la mesera está sentada en tu silla. Se larga a tu llegada.

Ella está llorando.

La mesera tiene un bebé de cuatro meses que ha estado vomitando sangre. Lo ha llevado al hospital dos veces. El niño sigue vomitando. Sangre. La mesera llevará al niño a que lo atienda una curandera. Mañana. A primera hora.

El pecho se te cubre de indolencia. ¡Vaya mesera! ¿Quién la manda a entorpecerle la noche a los clientes? ¿Qué cree que somos santos para hacer milagros? Pero te quedás callado. No podés arruinar la noche. Está reservada para vos. Le asegurás que todo estará bien. Los niños no se mueren así por así. Y las curanderas son buenas, saben más que los médicos. ¡Son sorprendentes!

Vovés al hombre en el alféizar que cavila en un quinceavo piso. El hombre piensa en estrategias. ¿Cómo llegar del punto A al punto B? El punto A es la ventana. El punto B está en el vacío. La primera tarea es definir el punto B que podría ser la ventana en el edificio del lado opuesto. De A a B hay una distancia de cincuenta metros. Pero no. Ahí habitan los ancianos . Quizá B debería ser el lago del parque zoológico que queda a diez cuadras del edificio donde está el hombre en el alféizar. El lago brilla como un espejo. (¡Cliché!) La colina es más interesante que el lago. Sí, B está en la cima de la colina. Para llegar allá se te ocurre un tren de cursilerías: un funicular de gansos silvestres, una alfombra de codornices, una nube de pericos, un globo azul de mariposas, o más bien, un globo de mariposas azules.

Ella se seca las lágrimas y te pregunta que qué esperás, que si querés que te acompañe. Te resistís porque podría ser una trampa, una forma de sabotearte. No. Te das cuenta que sí, que en efecto te quiere acompañar.

La culpabilidad te toca la puerta. Pudiste haberle dado la dirección de la clínica gratuita a la mesera. No habla inglés, apenas habla su propia lengua. Acaba de llegar, idiota. No tiene seguro de salud. La sacaron del hospital porque no puede pagar. Te aseguro que ni siquiera tiene papeles. Pero no, no tenés espacio para su dolor, apenas hay espacio para el tuyo.

Preferís la indolencia. La coraza. Impenetrable.

Volvés a la ventana. Mirás hacia el pasado. La guerra. El tiro de gracia a tu mejor… amigo. El país abandonado. La última vez que hiciste el sexo -- porque eso no fue amor -- con tu mujer. Pensás en la colina. O más bien, el punto B. La distancia de A a B equivale a la hipotenusa de un triángulo recto: la distancia más corta. Eso es correcto si no tomás en cuenta la fuerza de la gravedad. Porque B, la B real, está abajo. Allá donde pasan los automóbiles, allá donde se ve la gente que camina como cabecitas de alfileres. Pero debés de tener cuidado. La última vez que te sentaste en el alféizar se asustó la ancianita en el apartamento del lado opuesto. Tú viste que la viejecilla comenzó a apuntar el dedo tembloroso hacia tu ventana. Hacia ti. Llegó su marido y marcó el 911. Artríticamente. Tú le dijiste a los paramédicos que estabas limpiando la ventana que en ningún momento habías estado en peligro. Ellos te creyeron y se fueron haciendo un mal chiste sobre los ancianos.

Ella te toma de la mano. Deja una propina grande. Demasiado grande. Y parten a tu apartamento.

Recordás la sensación entre las piernas. Un frío que se esparce y parece disolverte los testículos. Una mezcla de placer y de terror que te obligaba a retroceder pero que has aprendido a controlar de tal manera que ahora solo sentís placer; el placer de un orgasmo seco, sentado en el alféizar a altas horas de la noche cuando los ancianitos y todos los vecinos han apagado las luces y la luna coquetea con el lago y en la cima de la colina brillan los faroles.

Ahora la tenés a ella. Se besan. Se desnudan junto a la ventana. La sentás en el alféizar y la penetrás. Todo está bien calculado, incluso el momento en que ambos se despeñan al vacío.

En el asfalto los espera el orgasmo – una explosión de semen y de gritos donde el corazón revienta como un recien nacido que vomita sangre en los brazos de su madre.

© Beasturí

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