I.
La muerte del invierno nace derretida en frascos de ceniza.
Sus ejércitos de agujas transparentes se han perdido
en la piel feliz del desamparo.
Marchan los rebaños infinitos de ovejas silenciosas
como copos de memoria en la leche frágil de la intemperie.
¿Qué del pecho cristalino de sus sementales?
¿Qué de sus orquestas: vientos, voces y violines?
¿Qué calendario romper,
qué campanario callar,
qué reloj aturdir
para repensar el siglo,
el milenio,
el instante
que cambió el lenguaje en su papel de escarcha?
II.
Hay un templo en una esquina roja a la hora punta
de la tarde que no abre sus portones al mendigo,
una niña que le ofrece una cereza congelada
contra el grito reprensivo de su madre,
un ladrón sonriente que le usurpa el sobretodo.
Oh Rey de los carámbanos,
Rey del manto diamantino de luciérnagas
prendidas al fragor de los espejos fragmentados,
hoy te cubre un ventarrón de moscas pútridas
en la noche larga de la incertidumbre.
Ya no mueras príncipe del alba.
Esconde tu nobleza aunque te persigan
las sirenas torpes de las ambulancias.
Cierra el puño, no descubras el tesoro
sumergido en la ostra misteriosa
que alumbra el espacio desde el fondo de los polos.
Clama por tí el mosaico de témpanos
estremecidos en la boca del estanque.
Clama por tí la joroba húmeda del glaciar resquebrajado.
Claman por tí las cabelleras entrecanas en la cima de los montes.
Y de la boca de un poema, bajo un sol reacio y prisionero,
clama por tí una voz desnuda, derritiéndo lágrimas
que añoran ser las perlas de un granizo
que se apaga en el recuerdo.
©Beasturí
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